Capítulo I. Asuntos familiares

La vasta estepa de Asia Central, en el turbulento año de 1920, era un mosaico de lealtades divididas. Los bolcheviques, aferrados al control del antiguo óblast de Fergana, se enfrentaban a la encarnizada resistencia de los Rusos Blancos y a la persistente revuelta Basmachi. Era un escenario donde la supervivencia se tejía a diario, y la lealtad al Soviet se probaba con cada amanecer.

A bordo de una destartalada camioneta, tres figuras solitarias regresaban a Taskent. Su misión: entregar vitales suministros a los camaradas que, cerca de Osh, combatían a los enemigos de la revolución en el fértil valle de Fergana. El traqueteo del vehículo sobre el camino polvoriento era la única melodía que rompía el silencio de la tarde.

"¿Qué hay en la carretera?", preguntó Vladimir, un veterano marinero cuya mirada curtida había surcado mares y ahora se adaptaba a la inmensidad de la estepa.

"¿Una vaca muerta?", respondió uno de sus compañeros, agudizando la vista.

De repente, una voz femenina, clara y urgente, rasgó el aire. "¡Cuidado!", gritó Zenya, la líder del grupo, su mano ya instintivamente en la culata de su revólver. Una niña, no más de diez años, corría desesperada hacia ellos, sus pequeños pies levantando nubes de polvo. Detrás de ella, varias sombras se movían con intenciones nada amistosas.

Vladimir, con una pericia forjada en incontables situaciones de peligro, pisó el freno. La camioneta se detuvo con un chirrido, justo a tiempo para que la niña, con lágrimas surcándole el rostro y gritos de auxilio, tropezara y cayera cerca del capó.

"¡Alto, camaradas! ¡Alto al ejército del pueblo!", resonó una voz. Uno de los perseguidores, el único que parecía armado, blandía una vieja espada. "¡Largaos de aquí! ¡No me hagáis repetirlo!", amenazó, su rostro contraído por la furia.

Sin dar tiempo a reaccionar, los tres hombres se lanzaron sobre ellos. Vladimir, con un instinto protector inquebrantable, corrió para interponerse entre la niña y el asaltante más cercano.

Pero Zenya era rápida. Su revólver, siempre en la cintura, apareció en su mano con una fluidez mortal. El primer disparo resonó en el aire, certero, y el hombre que se abalanzaba sobre Vladimir se desplomó sin un lamento.

Vladimir, ajeno al eco de la detonación, alcanzó a la niña, mientras un segundo atacante intentaba golpearle con un bastón. El marinero, con un gancho de derecha fulminante, hizo retroceder a su agresor, que cayó al suelo, aturdido.

Mientras Vladimir seguía enfrascado en la refriega, Zenya vació el resto de su cargador sobre el hombre de la espada. Las balas silbaron a su alrededor, obligándolo a buscar refugio tras un campo de cultivo, su valentía disuelta en puro terror.

Con uno de los atacantes neutralizado y el otro inconsciente, Vladimir se dirigió hacia el hombre de la espada, que intentaba vanamente esconderse. Un golpe contundente, preciso y furioso, dejó al último agresor tendido e inerte.


Tras calmar a la joven, que entre sollozos apenas podía hilar palabras, les reveló el horror: esos hombres habían asaltado su granja, atacando a su familia.

"¡Rápido, llévanos hasta allí!", ordenó Zenya, con la voz cargada de determinación. "¡Salvaremos a tu familia de estos sucios bandoleros!".

Mientras la niña señalaba el camino, Vladimir registró los cuerpos de los asaltantes. Poco de valor: unos cuantos rublos, tabaco rancio y la vieja espada. Pero el camino hacia la granja de la niña prometía un botín mucho mayor: la oportunidad de hacer justicia en nombre del Soviet.



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