Capítulo II. El silencio de la granja y la sombra de la traición

La camioneta avanzó a trompicones por el camino polvoriento. Tras un par de kilómetros, la silueta de la granja apareció en el horizonte. Aparentemente, estaba vacía. No había rastro de los bandoleros, ni de la refriega que la niña había descrito. Un silencio sepulcral envolvía el lugar, un silencio que a Zenya le resultó demasiado pesado, demasiado sospechoso.

"¿Cuántos eran?", preguntó Zenya a la niña, que, más calmada, se había aferrado a la esperanza que le ofrecían sus nuevos protectores.

"No lo sé… cinco o seis, quizá más", murmuró la pequeña, sus ojos aún vidriosos por el recuerdo. Durante el trayecto, había relatado el horroroso ataque: cómo los secuestradores se habían llevado a su hermana mayor y cómo había visto a su madre caer, atravesada por una espada. Su padre, según había contado, había fallecido hacía ya un par de años.

La precaución era el lema de Zenya. Ordenó a la niña que se escondiera en la camioneta. La tranquilidad del lugar le olía a trampa.

"Vladimir, tú nos cubrirás desde ese árbol", indicó a su camarada, señalando un viejo roble que ofrecía una vista privilegiada. "Nosotras avanzaremos por la izquierda".

Así, Zenya y la doctora Natacha se internaron entre los árboles, sus pasos apenas audibles sobre la hojarasca seca. La tensión era palpable.

De repente, un grito de advertencia rompió el silencio. "¡Cuidado, es una trampa!", exclamó la Natacha, mientras esquivaba por milímetros el tajo de una espada. Un basmachi, oculto entre las altas espigas de un campo de trigo, había emergido de la nada.

Casi al mismo tiempo, un disparo resonó. La bala silbó peligrosamente cerca de la posición de Vladimir. Dos hombres armados aparecieron en la granja: uno atrincherado detrás de una mesa y otro en el tejado de la casa. Vladimir, con una puntería forjada en mil batallas, apuntó y disparó. El hombre del tejado, armado con una escopeta, cayó. Sin perder un segundo, Vladimir corrió a buscar una posición más segura, consciente de que aún quedaban amenazas.

Al ver a su compañera en peligro, Zenya no dudó. Su revólver escupió fuego, y el atacante que había emboscado a Natacha se desplomó sin vida.

"¿Te ha dado? ¿Estás bien?", preguntó Zenya, con la voz cargada de preocupación. Natacha asintió con la cabeza, el corazón aún latiéndole con fuerza, mientras corría al lado de Zenya.

Tras un breve respiro, Zenya recargó su arma, sus ojos fijos en la casa. El tirador que quedaba, el de la mesa, estaba demasiado lejos para un disparo certero desde su posición. Con la decisión de un rayo, Zenya decidió acercarse. Corrió hacia la casa, mientras el tirador disparaba de nuevo sobre Vladimir, que esquivaba las balas con agilidad.

"¡Muere, traidor!", gritó Zenya, descargando su pistola. Una bala encontró su objetivo, y el último tirador se desplomó.




La granja, finalmente, estaba limpia de enemigos. Con el peso de la tristeza, Zenya y Natacha enterraron el cuerpo sin vida de la madre de la niña. Pero la búsqueda de la hermana mayor resultó infructuosa. No había rastro de ella.

"¿Dónde estará?", se preguntó Zenya en voz alta. "Espero que no hayan huido al valle con ella. Nunca la encontraríamos". La terrible posibilidad de que la niña hubiera caído en manos de traficantes de personas, con un destino incierto en China, se cernía sobre sus pensamientos.

"Camarada", la interrumpió Vladimir, su voz grave y cansada, "uno de ellos llevaba una especie de croquis. Creo que es de la zona cercana a la estación de ferrocarril de Taskent".

Zenya tomó el papel. Había varios nombres escritos, unas indicaciones crípticas… No perdían nada en ir hasta allí. Era su única oportunidad de encontrar a la niña.

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